Capítulo VI - Ciudadela

Días Oscuros del Sol Naciente - Morgan Olufsen

La Ciudadela representa el mundo civilizado,
representa una cultura de bienestar y sobre todo,
un mundo de seguridad y de paz.

Todo eso, asegurado bajo la constante amenaza
de la aplicación de la pena de muerte.

Somos líderes en bienestar social, en seguridad, en tecnología,
en avances médicos, la pobreza es un recuerdo del pasado.

Una sociedad tan idílica, tan perfecta, que solo puede soportarse
a si misma mediante la aplicación industrializada obligatoria
y sistematizada de miles de toneladas de antidepresivos cada año.

Todos los '¿qué tal?' que intercambiamos a lo largo del
día suenan a esas tomas de temperatura que -en una sociedad
de enfermos- se auto recetan los unos a los otros.

No queda espacio para nada humano aquí.
No queda espacio para nada cálido, para nada cercano.

Es un lugar donde a nadie se le ocurre decir 'tengo frío' porque estamos
todos demasiado ocupados en tiritar juntos en soledad.

Un lugar tan perfecto que nos arrebata la posibilidad
de decir que algo falta, que nos roba la posibilidad de soñar.

Esa es la fuerza del Sistema Estado 5.

La fuerza de una descomunal máquina de triturar sueños,
incesantemente alimentada por la energía
de un millón de lágrimas contenidas y
no derramadas; siempre a punto de derramarse.

La Máquina de Triturar Sueños.
-Anónimo.

 
 
 
 
Un IMM-Light Gun de 500 caballos plateado avanza a una velocidad considerable por la autopista 404 del nivel 12 de la ciudadela. En su interior un conductor con un guardaespaldas a su lado.

En la segunda hilera de asientos, dos guardaespaldas más, los ojos de uno de cuales resplandecen con un artificial brillo azulado, denotando -tal y como establece la ley- que es sintético.

En la última fila del carísimo automóvil, Dominike Vladimirovskaya mira por la ventanilla mientras el cielo artificial se vuelve de un color anaranjado.

La simulación es -a falta de una palabra mejor- perfecta. Ese cielo no solo proporciona luz y algo bonito donde mirar, esa monstruosidad artificial incluso bombardea todo el nivel con rayos UVA.

Uno puede "tomar el sol" debajo de esa cosa, mientras que su alta resolución hace que sea absolutamente indistinguible de lo que había sido el cielo habitual antes del Viejo Conflicto.

Por algún motivo esa cosa le molesta, quizás por la grotesca combinación de belleza y fría perfección técnica, de algo que no deja de ser, básicamente, una mentira.

Hace días que no puede ver a Doug, ni tampoco oír su voz aún que sea enlatada dentro de un altavoz digital, todo se había retrasado.

Desde que la "traedora de desgracias" había ido a buscarle, todos sus mensajes habían pasado a texto.

Usando los cuadernos de cifrado de emergencia, cuadernos de uso único que solo permitían envíos cortos y concisos.

Lo único bueno es que Douglas no la vio llorar cuando leyó el primer mensaje. Cuando supo que -como si vivir en el mundo exterior no fuese ya lo suficientemente peligroso- pronto habría mucha, muchísima gente, que, por un motivo u otro, estarían interesados en matar al amor de su vida.

Hace días que no duerme bien, pero ni con esas piensa tomar nada que le impida pensar con claridad. Tiene sus motivos.

Cuando tenía 14 años, a escondidas, y sin saber entonces exactamente porqué motivo, Dominke escupió una pastilla por primera vez. Y ya no dejó de hacerlo.

A raíz de eso, ella que odiaba las mentiras, se convirtió en una maestra del arte.

Ocultaba su hastío con el mundo que la rodeaba, su desprecio por su familia y por la General Bioquímica. Incluso había aceptado alguna vez la invitación a cenar de algún que otro heredero de alguna que otra familia poderosa solo para no oír más a Teodor.

De joven se había obsesionado con el Viejo Mundo, pero una obsesión no era suficiente, Dominike coleccionaba obsesiones.

El trabajo había sido durante un tiempo la segunda más importante. Intentó volcarse completamente con su trabajo. Dios sabía que lo había intentado.

Cualquier cosa que la ayudase a apartar -aún que fuese solo unos instantes- aquel vacío que siempre estaba presente.

Se obsesionó con demostrarse a sí misma que era una buena científica, que no solo era la hija de Teodor Vladimirovkaya, y en su empeño había diseñado un montón de cosas increíbles para la General Bioquímica. O eso pensaba ella.

Pronto descubrió que en la General (y básicamente en todos lados) solo podían concebir algo como "increíble" cuando a corto o a largo plazo ese algo se convertía en un "aumento-perceptible-de-los-beneficios".

Había leído la biblia, por pura curiosidad la primera vez. Todo lo que leyó le parecieron tonterías místicas. Pero se descubrió a si misma releyéndola una y otra y otra vez.

Descartó casi la totalidad de todo lo que leyó, pero sorprendentemente, se quedó con la idea de un Dios bueno y olvidado, con parte de un sistema de valores que le gustaron y con un pequeño crucifijo que llevaba siempre oculto bajo la ropa.

Luego vinieron las protestas por el Mundo Exterior. Nunca descubrieron que ella estaba entre los organizadores, pero cuando la Policía Militar vino a detenerla para los interrogatorios descubrieron que había saboteado su chip de identificación.

Se lo habían implantado quirúrgicamente al nacer, como al resto de los ciudadanos, y ella junto a algunos miembros de Cult habían trabajado dos años para desactivar la geolocalización.

"Destrucción de propiedad del Estado"

"Falsificación de documentos públicos"

La encerraron, un año.

Recuerda los días antes, en el centro de detención provisional, pensando en que le quitarían su libertad, pensando en que durante un año no podría hablar con Doug, ni verle detrás del cristal de un frío monitor.

La última vez que hablaron, ella le dijo que estaba preparada, le dijo que solo era un año, y que no tenía ningún miedo.

Pero mintió, estaba aterrada.

Lloraba cada noche y cada día, y lloró hasta que la ingresaron en la cárcel del estado.

Allí ya no lloró más. Ni un solo día. Durante un año.

No echó de menos a Douglas tampoco, sabía quién era claro, lo recordaba, por supuesto, pero no lo echó de menos. Piensa incluso que durante su encierro no lo amaba.

Después de tanto tiempo, al recordarlo, se le hace el corazón añicos al pensar que las pastillas que le obligaron a tomar de nuevo eran más fuertes que lo que ella pudiese sentir.

Que no importaba cuanta magia uno albergase en el corazón.

Que unos pocos miligramos de venlafaxina , duloxetina y algunos inhibidores de la monoamino oxidasa eran suficiente para aniquilar absolutamente toda la magia del mundo.

La invade una tristeza mezclada con furia cuando recuerda que ni siquiera se sentía mal por ello, que en aquellos momentos ni siquiera estaba enfadada con sus carceleros por lo que le hacían.

Ellos no le robaron solo un año de su vida, le arrancaron del corazón todo el sufrimiento y toda la furia que se supone que ella debía sentir.

Le quitaron un sufrimiento que era suyo, que le pertenecía.

Le arrebataron el alma, durante 365 días y los cuatro meses que tardó en conseguir dejar la medicación.

Recordar eso la pone de mal humor. Y combinado con que apenas duerme todo se intensifica.

A Dominike no le gusta odiar. La furia puede llegar a tener sentido, puede llegar a ser útil, pero el odio no.

El odio es una mancha negra dentro de uno mismo, y si permites que crezca, avanza sin detenerse, es un cáncer en el alma que lo corroe todo sin aportar absolutamente nada bueno a cambio.

Y ella lo sabe, y no quiere odiar.

Pero los odia, joder.

Bosteza, y en ese instante, en un impulso, mira a su izquierda.

Otro vehículo los está adelantando, lo conduce una mujer y por algún motivo tiene la sensación de que esa mujer la estaba mirando, fijamente.

Pero no lo hace. El vehículo simplemente los adelanta sin más, con su conductora clavando la mirada en la carretera ,mientras tararea una canción al ritmo de una música que Dominike no puede oír.

Se convence a si misma de que no hay nadie que la siga. Al menos aún no.

El resplandor anaranjado desaparece repentinamente cuando el Light-Gun se introduce en el túnel de la salida 26, abandonando la red pública y adentrándose en territorio de la General Bioquímica.

Unos mil metros más de recorrido y llegan al primer control, dónde los guardias de seguridad intercambian credenciales de identificación con el conductor mientras los ordenadores instalados en la zona escanean el vehículo a la búsqueda de cualquier cosa que pueda explotar.

Uno de ellos, que sostiene una vieja AK47, reconoce a la hija de Teodor Vladimirovskaya y lanza un saludo militar.

El Light Gun arranca de nuevo, el conductor informa:

  • Estamos a punto de llegar, señorita Vladimirovskaya.

A veces se olvida de que esta gente sabe hablar.

  • Por la entrada auxiliar, sin llamar la atención.

El vehículo se introduce en el parking número siete y se detiene en uno de los ascensores de servicio. Los guardaespaldas le abren la puerta y el conductor se va. Ella observa como el Light Gun se aleja, y cae en que jamás ha visto como se aparcaba "su" coche.

Se acercan al viejo ascensor, los guardaespaldas la siguen, pulsa un botón que se ilumina.

  • Esperen aquí por favor.

No han pasado ni 24 horas desde su visita al Tribunal Mercantil, y ahora, sin descansar apenas, le tocará lidiar con Teodor.

También sus hermanos le llamaban Teodor. Solo cuando hablaban directamente con el decían "Padre".

Entra en el ascensor y marca el piso 132, la máquina emite un pitido y Dominike se acerca a la pantalla para que el aparato pueda escanear su retina.

Un mensaje de "Acceso Garantizado" parpadea en verde, y una fotografía vieja de Dominike se muestra en pantalla.

El ascensor empieza a subir.